Cinco centavos: un cuento de Patricia Rogel Benítez - "Aquella mañana, tenía dos opciones"

Cada día nos levantamos sin imaginar lo que nos deparará el destino, no tenemos ni la más remota idea de lo que pasará, hasta que, al volver a la cama por la noche, recapitulamos los acontecimientos del día. Eso fue lo que me pasó a mí. 

Ese parecía un domingo cualquiera, pero lo que voy a contar, marcó mi vida para siempre.

En aquella mañana, tenía dos opciones: quedarme en casa haciendo nada, o ir a escuchar misa, sobre todo hoy que recién había pasado mi cumpleaños.

Hay que ser agradecidas, pensé. Este último año lo he librado con salud y trabajo, suficiente para sentirme tranquila.

Llegué a la iglesia caminando, observando el barrio donde vivo, un lugar tranquilo. Ese día circulaban pocos autos, los domingos son así: algunas mujeres mayores caminaban a paso lento para escuchar la misa dominical. 

Justo al entrar al patio de la iglesia sonaron las campanas del último aviso. El padre Ignacio ya estaba listo en la puerta para recibir a una jovencita con su vestido de gala. Haría su primera comunión. La madre sonriente, por un lado; el padre con la cámara fotográfica por el otro. 

Recordé ese tiempo cuando yo era niña.

Al entrar, busqué un lugar para sentarme. Todas las bancas estaban con dos o más personas, encontré un espacio en la cuarta banca del lado izquierdo.

Comenzó la participación musical del coro de la iglesia 

¡Qué alegría cuando me dijeron, vamos a la casa del señor, ya están pisando nuestros pies tus umbrales Jerusalén! 

Los feligreses cantábamos a coro respondiendo a la invitación para celebrar la homilía.

Miré hacia al enorme vitral de la iglesia: una bella imagen de la Virgen del Sagrado corazón de Jesús, cristales multicolor adornaban el recinto, en el altar, la Virgen cargando al niño. A la derecha un cuadro grande de la Virgen de Guadalupe; junto a ella una bandera de México, pueblo guadalupano, creyente, respetuoso de la solemnidad de la misa y de los sacramentos, como el que la niña recibiría en esta ocasión. 

Confieso que yo observaba la iglesia y no prestaba del todo atención a las palabras del padre. Mis ojos recorrían el lugar: una imagen de Jesús siendo bautizado por Juan el bautista, otra imagen de San Judas Tadeo… recorría con la mirada lo que disimuladamente podía observar. De pronto unos grandes ojos llamaron mi atención.

Era un niño que estaba en el lugar de adelante, en brazos de una niña. El pequeño, de unos dos años quizá, me miraba con sus ojos enormes y expresivos, tenía su carita sucia y las mejillas partidas de mugre. El cabello revuelto, rojizo, reseco, al igual que la niña que lo cargaba, todo indicaba que hacía tiempo esas caritas, esos cabellos, no tocaban ni el agua ni el jabón.

Intentaba escuchar la ceremonia, pero la inquietud del niño me distraía: se soltaba de los brazos de la niña que lo cargaba y ella lo dejaba sentarse en el suelo, el pequeño travieso se levantaba, hacía ruidos que llamaban la atención de los demás; la niña que estaba por recibir la comunión, sus padres, padrinos, e incluso el sacerdote, le miraban con gesto de enfado por el ruido que hacía.

La niña que cargaba al niño miraba a su alrededor, observando a la gente que los veía de reojo, rostros poco amables que hacían notar su malestar por los ruidos que los estaban distrayendo. Pero ella miraba hacia atrás, hacia la puerta de entrada del templo, como si buscara alguien.

¡Estate quieto! ¡Shhhh!», le decía la niña. 


¿Su hermana? Quizás buscaba a la madre de ella y del niño que llegaría en cualquier momento.

El pequeño se subía peligrosamente a la banca, se bajaba, jugueteaba, corría inquietamente, mordisqueaba el respaldo manoseado y sucio, pero los ruidos seguían distrayendo a todos ahí sin que la niña lograra calmarlo. 

De pronto, se hizo el silencio: el pequeño estaba sentadito sobre el cojín del reclinatorio, jugaba con algo.

Desde mi lugar, sólo veía la cabecita agachada mirando curioso algo que seguramente había encontrado en el piso.

La niña lo veía, pero también giraba su cabeza hacia la puerta de la entrada, su mirada cruzaba con la mía y con las demás personas que estaban junto a mí, agachando la cabeza cuidando al niño, pero quizá quien entraría por la puerta era de mayor interés para ella.

El pequeño subió a la banca, hincado, mirando hacia donde estábamos las tres personas detrás. ¡Oh no! el niño jugaba con una pequeña moneda de 5 o 10 centavos, se la ponía en la nariz, se la llevaba a la boca sin que la niña le dijera nada. Pensé para mí, “esta pobre criatura seguro encontró esa moneda en el suelo y la está chupando así, sucia”. 

Iba a comentarle algo a la jovencita, pero me interrumpió la intervención del padre que daba su sermón sobre el evangelio. No era un buen momento.

El pequeño inquieto, bajó de la banca con la moneda en la boca. Se hizo un breve silencio, salvo por los ligeros murmullos que se escuchaban entre la oración de los presentes. Todo en calma, todo en paz. 

Entonces se escuchó un ligero sonidillo: “hhhaaammmsss… hhhaaammmsss…”, una y otra vez.

Yo observé al niño que estaba recostado sobre el piso, haciendo muecas extrañas. Era él quien emitía el extraño sonido. “hhhaaammmsss…”. 

Observé nerviosa lo que pasaba noté que el ruido era porque no podía respirar, y entonces dije en voz alta, 

— ¡el niño se está ahogando! 

Toda la gente miró hacia nosotros. La niña se agachó para levantarlo, el niño emitía un sonido de ahogamiento: “hhhaaammmsss”. Me acerqué a la otra banca para ayudar, le quité al niño de los brazos y metí mi dedo índice en su boca intentando buscar el objeto que se había tragado. Se hizo el caos, la gente se acercó, no lograba extraerle nada. 

¡Un médico!, gritó alguien. 

La gente gritaba.

¡ayúdenle, se está ahogando!

Otra persona dijo: 

¡Se va a morir!

Alguien más gritó

¡Despejen, dejen que la mamá del niño le ayude, no estorben!

Pero no lograba sacarle nada. No había un médico en la iglesia, ni nadie que conociera de primeros auxilios. 

El niño tenía los labios azules. Intenté darle respiración de boca a boca, pero no sabía cómo hacerlo. El padre se acercó y dijo a todos: 

Tengan calma, ya hablamos a la Cruz Roja, llegara una ambulancia pronto.


Pero el niño boqueaba, agitaba los brazos, se esforzaba por respirar y sus ojos grandes se veían aterrados.

Miré a la niña, estaba llorando, le gritaba aterrada 

Juanito, ¿Qué te pasa? No me asustes. ¡Ay diosito ayúdame! 

Entonces la miré, con sus manos cruzadas implorando. Nadie ahí sabíamos que hacer y el niño se estaba ahogando.

Tome al niño en brazos y la mano de la niña, y dije a todos ahí, que alguien nos lleve a un hospital… 

Si… (dijo una voz femenina). Que se lo lleven para que la misa pueda continuar.

El sacerdote se acercó otra vez para darle la bendición al niño…

Un hombre que salió no sé de dónde, ofreció su auto para llevarnos, entre el nerviosismo, fuimos hacia el auto de un perfecto desconocido, un hombre con lentes y bigote es todo lo que recuerdo.

Salimos como pudimos de la iglesia, esquivando a la gente. 

¡Ay, pobre criatura, mira qué caras hace!, dijo una mujer mayor.

 Mamá ¿ese niño se va a morir?, escuché decir a una niña. 


El pasillo hacia la salida parecía eterno, todo transcurría como en cámara lenta.

El hombre al subir a su auto me preguntó:

¿A qué hospital vamos?

Al hospital del niño, está más cerca que la Cruz Roja, le dije.

¿Qué tiene Juanito, seño? me preguntó la niña.

 

A lo lejos escuchamos la sirena de la ambulancia.

Bajamos del auto, y enseguida los rescatistas tomaron al niño. El niño ya estaba inconsciente, escuchábamos que entre ellos murmuraban qué hacer, intentando reanimarlo, dando respiración cardio pulmonar, y nada.

Uno de los paramédicos dijo:

Nos vamos a la Cruz Roja, el niño tiene un atragantamiento, no debe esperar más, ¿Quién viene con el niño?

La niña, con la cara desencajada, levantó la mano. 

Le dije a la niña:

Yo te acompaño.

Subimos a la ambulancia. Íbamos a toda velocidad. La sirena, la angustia, el llanto de la niña, el niño inmóvil; fueron momentos de mucha angustia. Nunca había visto unos ojos de terror como los de esa niña, parecían salir de sus cuencos, se mordía las uñas, se jalaba el suéter, miraba angustiada lo que hacían los paramédicos, la miré bien, lucía más flaca de lo que había observado en la iglesia, sus mejillas se veían hundidas, sus labios estaban secos.

Al llegar a la estación de la Cruz Roja los paramédicos bajaron de inmediato. Al bajar la niña me preguntó: 

¿Qué le van a hacer?

Trata de calmarte, ellos lo atenderán, le dije.

El pequeño se perdió tras las puertas de urgencias, mientras una enfermera me preguntaba si yo era familiar del niño, a lo que señalé: 

Ella viene con el niño.

Se apartaron, le hicieron varias preguntas que ella contestó sin que yo lograra escuchar nada. La enfermera le dijo que tomara asiento y esperara.

La niña lloraba angustiada. Yo la abracé, le dije: 

Ten calma, ya lo están atendiendo.

¿Qué voy a hacer si se me muere? Me dijo acongojada.

¿Es tu hermanito?, le pregunté. 

No, es mi hijo. Me respondió. 

De pronto sentí una sensación helada por toda la piel. En su angustia y llanto se presentaron ante mí los rostros de la miseria, de la ignorancia, y del miedo.

¿Qué edad tienes? ¿Cómo te llamas? le pregunté. 


Me llamo Alma tengo 15 años. 

Me conmovió profundamente su expresión, mezcla de incertidumbre y pánico, mordía con nervios el puño de su suéter ya roído y sucio.

Pensé que era tu hermanito, te vi en la iglesia que mirabas constantemente hacia la puerta, ¿esperabas a alguien? ¿A tu mamá o alguien más que llegaría a la misa?, le pregunté. 


No, esperaba al papá de mi niño, él me dijo que llegaría a la misa para darme dinero, lo estaba esperando en la puerta de la iglesia desde temprano pero no llegaba, ya no tengo dinero para darle de comer.

Unos minutos más tarde una enfermera dijo en voz alta: 

Familiares de Juan Rojas. 

Alma se acercó y entró rápidamente.

Me levanté para preguntarle a la enfermera que pasaba con el niño.

Todavía no terminan, si es necesario le abrirán la garganta. Pobrecito bebé, muestra signos de desnutrición, y la mamá otro tanto, ¿Eh? ¿Usted los conoce?

Le respondí que no. Le expliqué que estábamos en la iglesia, cuando el niño se atragantó con la algo. 

Sí, me dijo. La mamá le dio una monedita para que se quedara calladito, eso me dijo. Qué muchachita, mire que darle una moneda a un bebé para que se quede quieto, ¿Qué no piensa?

Se esfumó con su sentimiento de enfado. No hice ningún comentario a sus palabras frías, no comprende que Alma es casi una niña.

Media hora más tarde salió Alma, llorando en silencio. Me acerqué enseguida para preguntarle que pasaba. 

Se me murió, se ahogó, me dijo el doctor. Se ahogó por la moneda que yo le di, se le atoró en la garganta y ya no pudo respirar, se murió, yo tuve la culpa. 

Intenté darle un abrazo, pero no me dejó. Entre su llanto había una mirada de dolor y enfado. 

Esa moneda, esa moneda era todo el dinero que llevaba y mató a mi bebé, a mi Juanito mechudo, a mi niñito que quería galletas y yo no tenía dinero, él iba a llegar para darme dinero, para comprarle leche y comida. 


Se soltó llorando con miedo. 

¡Yo qué iba a saber que se comería esa moneda!

Sentí un vértigo de emociones, fue un golpe en seco a mi estómago, una indignación por la miseria humana, por la irresponsabilidad del padre, por la ignorancia de la madre, por la indolencia de todos, por la vida vulnerable de un niño pequeño. Una vida corta, sin destino.

¡Alma… pobre niña! un alma pobre, ignorante, un alma sola, con hambre, con miedo y con furia.

Mientras le entregaban el cuerpecito de Juanito, caminé con ella en la calle, miramos las nubes, después sus zapatos rotos y su suéter luido.

Llorando le dije:

Ven Alma, hay

 mucho por hacer

Pensé en silencio: El dolor de una sola persona, debería ser el dolor de todos.


Patricia Rogel Benítez, mexicana, contadora pública y amante de la lectura. Fundadora de “El Club de la Lectura” de divulgación literaria, con más de 43 mil miembros de todo el mundo y miembro del consejo editorial del Podcast “El Buen Cruel”.


1 comentario:

  1. Relato tierno, de la vida real. Maravilloso el alma de quien la escribe. Un abrazo.

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